La élite antielitista

Publicado originalmente en La Tercera

Una de las condiciones necesarias del populismo es el antielitismo. Pero no cualquier tipo de antielitismo, sino que aquel que se para desde la vereda moral y acusa a las élites (particularmente políticas) de ser corruptas, ineptas y/o malintencionadas. Por cierto, el antielitismo no es exclusivo de los populistas. Durante la dictadura en Chile, era común la crítica a los políticos y a sus supuestas carencias morales. Tanto así que el gremialismo implantó un discurso antipolítico que nos persigue hasta hoy. En EE.UU., Trump -que rápidamente ha devenido en un autoritario de ultraderecha- hablaba de vaciar el pantano al referirse a las élites políticas de Washington.

Pero lo que también se observa es que mucho de ese antielitismo hacia los políticos proviene, sorprendentemente, de la élite. En diarios, entrevistas, programas de TV y otros espacios mediáticos, vemos personas ligadas a la academia, al empresariado o incluso intelectuales orgánicos con vínculos cercanos (no siempre explícitos) con los políticos haciendo uso de sus tribunas para una crítica ética a otros miembros de la élite.

Chile tiene un problema grave de endogamia en sus élites, eso es innegable y ha sido objeto de investigaciones académicas. Esa endogamia está presente en la política, las empresas e incluso en la academia. Por eso, lo que es preocupante no es la existencia de una élite (algo inevitable y necesario en sociedades complejas), sino que la falta de acceso a la misma. Tampoco es tan cuestionable que las élites se protejan a sí mismas y traten de impedir la entrada de otros actores, tal como describió brillantemente Bourdieu en su teoría de capital social. Por lo mismo, al país le lloran mecanismos institucionales para asegurar mayor movilidad. El problema es que la promesa fallida de la meritocracia ha logrado que nuestras élites no se llenen de los más capaces, sino que muchas veces de los mejor posicionados.

Ahora, una cosa es criticar la forma en que se constituyen las élites, su falta de conexión con el resto de la sociedad, o sus persistentes comportamientos erróneos. Otra cosa muy distinta es asignarles a esos comportamientos maldad o intenciones de generar daño. Una cosa es plantear una crítica sobre las acciones de quienes nos gobiernan o dirigen distintos espacios de la vida pública, otra muy distinta es hacerlo desde la mala fe.

La polarización política entre nuestras mismas élites así como la erosión del debate público están en la base de los problemas de la democracia, tal como plantean Levitski y Ziblatt. Y eso se hace muy grave cuando tenemos personas que, desde púlpitos públicos y con las credenciales epistémicas que aporta el conocimiento académico, prefieren la lucha en el barro por encima del debate de ideas. En la medida en que nos vamos acercando a debates cada vez más complejos, como el de la nueva Constitución o la definición de proyectos de gobierno, ese riesgo se amplifica y sus consecuencias se hacen aún más graves.

Esta no es una defensa incondicional a las élites ni a sus acciones. Sería absurdo plantear esa postura después de meses llamando la atención sobre su polarización, su excesivo afán de confrontación o su desconexión con la ciudadanía. Tampoco es una renuncia a la crítica dura o directa. Simplemente es una advertencia sobre los riesgos de un discurso antielitista efectista, que vende bien entre ciertos círculos pero aporta poco a la discusión racional. Élites antielitistas han existido siempre, desde el fascismo a la extrema izquierda, pasando por los tecnócratas. Pero en sociedades endogámicas como la nuestra, hacer esas críticas de mala fe es un disparo en los pies.