Vacunas, una cuestión de confianza

Publicado originalmente en La Tercera

En medio de los preparativos para la aplicación de la vacuna contra el Covid-19, diversas encuestas han mostrado que un porcentaje importante de la población no está dispuesto a inocularse. Las razones son variadas, desde una aversión a las vacunas en sí mismas, hasta una desconfianza sobre los procesos científicos y protocolos que llevaron a crear una (o de hecho más) en tan poco tiempo.

No sólo estamos ante uno de los eventos globales más disruptivos y complejos del último siglo; tiene además una dificultad extra, pues no es tan claro si la solución recae en la capacidad punitiva del Estado. Tal como planteaba Daniel Matamala ayer, una gran parte del problema está en autoridades y líderes de opinión inescrupulosos, que no toman en cuenta su rol público y promueven informaciones falsas y peligrosas. Otro factor, que bien identifica Matamala, es el excesivo énfasis que se ha puesto a la elección individual en temas de salud pública.

Pero las personas no somos simples receptáculos de los mensajes que nos envía la autoridad ni los líderes de opinión. Por algo la población se encuentra dividida entre quienes se pondrían la vacuna sin cuestionarlo, quienes tienen dudas y quienes prefieren no hacerlo. La evidencia internacional nos muestra que una gran explicación importante para esta diferencia está en los niveles de confianza que tenemos en las instituciones. Así, quienes menos confían en los canales institucionales, menos confianza tendrán en las decisiones que éstas toman. Esta realidad es preocupante porque esta desconfianza suele concentrarse en dos grupos heterogéneos: quienes han sido abandonados por el sistema y quienes pueden vivir sin depender (conscientemente) del mismo. Por esa razón en los EE.UU. se encuentran movimientos antivacunas en los segmentos más pobres de la sociedad, en comunidades altamente religiosas, o en comunidades de alta riqueza, en estados como California. Me atrevería a decir que algo similar ocurre en Chile, salvando las diferencias.

Ahora, ¿qué medidas tiene la autoridad para lidiar con este problema? La primera es la más obvia: establecer una vacunación obligatoria. Esta opción suena atractiva y probablemente sea la más eficiente dada la urgencia de la pandemia. Además, va en la línea que ha tenido el gobierno de depositar la responsabilidad de la pandemia en las personas individuales y no en las instituciones del Estado. Esta opción puede funcionar, pero no soluciona el problema de fondo. Los movimientos antivacunas tendrían aún más argumentos para promover sus teorías conspirativas y eso puede tener repercusiones en los planes a futuro (es probable que necesitemos seguir vacunándonos por años contra el Covid-19).

En cambio, la investigación científica ha propuesto algunas alternativas que permiten construir confianza de forma sustentable y reducir la aversión. Lo primero es dejar de ocupar las categorías de antivacunas para referirse a cualquier persona que presente dudas. Tener miedo de un procedimiento médico que acaba de salir es normal y razonable. Descartar esos miedos sin mayor explicación genera barreras cognitivas que no permiten un diálogo fructífero. Asimismo, es importante implementar mecanismos para escuchar a esa ciudadanía que presenta dudas. Para que la comunidad científica pueda responder esas dudas, tiene que conocerlas y traducir su lenguaje a uno menos técnico. Finalmente, se requiere un Estado que comunique para convencer y no por cumplir. Eso requiere ocupar relatos reales, mensajes adecuados a cada audiencia y, sobre todo, mucho respeto por las dudas y aprehensiones.

El dilema de las vacunas es, principalmente, uno de confianza. Es una cuestión donde decisiones y miedos individuales pueden convertirse en graves riesgos colectivos. La responsabilidad no es sólo en apuntar y aislar a quienes, desde la autoridad, difunden mentiras. Sino también hacerse cargo de la desconfianza que les da el espacio para distribuirlas.